miércoles, enero 09, 2008

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D day

Tu raja se extiende por toda la sala

echada a los pies del público foráneo

como un perro dócil tu raja se hinca

sin el falso orgullo de tu leonera


Has llenado el mundo inflando la quiebra

de nuestros destinos sin lustre ni vida:

como un Rockefeller de los acallados

has quebrado el suelo hasta encontrar la guaca


No es tu secreto el de leche negra

que Celan guardara como anillo en pozo;

es más bien el mal lo que emerge de tu grieta


sabiéndose confiado de nuestra ruptura.

Frente a tus vacíos caminamos ciegos

mientras tus bolsillos se llenan de oro.

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lunes, septiembre 10, 2007

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domingo, septiembre 09, 2007

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jueves, julio 19, 2007

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Mateo 16, 24 - 25

El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda la vida por mí, la hallará. Y eso quiero. Así sea. Amén. Como quiero ir en pos de ti, he de negarme a mí mismo, tomaré mi libreto y lo seguiré. Tal cual sentenció La Monte Young, dibujaré una línea para seguirla. Siguiendo el Relato de Sergio Estepanski, jugaré mi vida, que ya, y desde siempre, llevo perdida. Lucas 5, 11: Y atracando a tierra las barcas, lo dejaron todo y le siguieron.

Lo dejaron todo. Simón y sus socios, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, convencidos por la palabra, por una línea argumental desplegada por Jesús, aterrados y maravillados por una ficción que de forma intempestiva se convirtió en redes tan llenas de peces que amenazaban con hundir la barca en el lago de Genesaret, tras días de hambre y sin pesca; lo dejaron todo y le siguieron.

Pescadores. Pero yo odio el pescado, su olor, algunas veces cercano al de los coños y sin embargo repulsivo, muy diferente a ese que algunos días percibo en mis dedos, en mi polla y casi siempre en mi propia cara. Pero el olor del pescado, algunas veces parecido a aquél, es muy diferente, siempre repulsivo, asfixiante, un olor de muerte, de células que empiezan a desestructurarse, de proteínas en descomposición.

Y no es sólo el pescado. También es Jesús. La envidia de Jesús, de que su vida y su muerte redimieran a toda la Humanidad, de que las mujeres lo adoren y le sequen los pies con frondosas cabelleras, de rodillas y llenas de amor, de que Él pueda exhibirse semidesnudo en una cruz, en el trance carnal de la pasión por la cual es adorado, en un éxtasis eterno, mientras mi pasión se extingue en silencio, sin un interlocutor distinto a mis neurosis y paranoias. Cómo seguir a Jesús si todos lo siguen ciegamente. ¿Cómo pretender entrar al baile de la comuni(caci)ón con el mundo si todos quieren bailar con Jesús, pero nadie quiere bailar conmigo, según afirma una de mis canciones favoritas de los noventa? ¿Cómo y para qué seguir a Jesús si Jesús lo tiene todo, al Padre y al Hijo, y sobre todo al Espíritu que siempre me ha hecho falta para al menos ser humano? No puedo seguir a Jesús porque he bebido la leche del mal, la leche negra de la separación, la de Aher, la de Celan en medio de la guerra. Estoy lejos de mis hermanos, que ya no me reconocen.

Pero sigo siendo casi un hombre. Aquí sentado, incrustando los dedos torpemente en el teclado del computador, intentando pescar algo que valga medianamente la pena en mi pobre arqueología personal. Algo que les pueda decir mirándolos a los ojos, sin esconder lleno de vergüenza la cara entre las manos. Algo con lo que pueda sacar el tronco de mi ojo. Pesco y me pesco, aunque no haya subienda, aunque el barro me asfixie y el sol me queme. Si eso es un hombre, soy casi un hombre. Y me estoy pescando para ustedes. Por el espectáculo mediocre de una mala vida expuesta a la mirada de un público bulímico.

¿Se aburren? No tanto como yo. ¿Se sienten hastiados? Me alegra. ¿Lamentan haber perdido el tiempo que pudieron dedicar a ver Los tacones de eva leyendo estas páginas? Vayan a ver Los tacones de Eva y déjenme solo. Déjenme pescar solo.

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Tronera

Ningún relato está obligado a la belleza, la sensibilidad, el tacto. No podemos pretender el heroísmo, la limpieza y el decoro; enuncio como cago. El diario, recordémoslo, no es más que la huella escrita de la diarrea. Lamento mucho frustrar tus expectativas, más te valdrá ir pronto a ocupar el trono.

El trono. La tronera. El agujero. La cloaca. Una cueva oscura es la moneda de oro que nos jugaremos aquí. Llevando piedras doradas en ánforas de barro. Bollos, cagajones, zurullos. No te vayas: “La mierda escrita no huele.”

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«Diente inútil»

He hecho de todo.

Escribí libretos para programas de radio en los que además fui editor y locutor; podé el césped, regué las matas y di de comer a una familia de micos durante dos meses en una clínica de reposo; entrevisté a artistas para programas de televisión en los que aparecía como “realizador”; participé en el Clan de los Buhos y no logré trepar al lapicero Kilométrico de Animalandia; fui cantante en grupos de rock más bien malos pero algo polémicos a causa de las letras que garabateaba en papelitos o cuadernos; hablé sobre Derrida en coloquios universitarios gracias a una tesis que hice en mi triste pregrado; participé sin éxito en certámenes artísticos variopintos haciendo dibujos, o fotos, performances, bailes, canciones y concursos; tuve una librería; fui profesor de clases distintas e irregulares en universidades tan pública y privadamente mediocres como yo; ayudé a sostener y difundir un espacio artístico independiente; hice corrección de ortografía y estilo a libros ajenos y sesudos de varios figurones de las ciencias sociales en Colombia; traduje escritos de eminentes curadoras internacionales residentes en Teusaquillo; escribí artículos, críticas y reseñas sobre todo y todos en publicaciones culturales colombianas; diseñé flyers, afiches y fanzines; edité revistas de rock y películas junto a amigos que se aburrían los sábados en la tarde; hice tortas de zanahoria, manzana, chocolate y calabacín que eran comidas los fines de semana por los clientes de un café en Rosales; partí pechugas de pollo en cuadritos y los clavé en palitos cuando quería preparar pollo tandoori.

Pero todo eso parece haber terminado. Los días pasan frente al computador. Miro fijamente la pantalla para no tener que darle la cara a nadie. Espero en silencio. Deseo. Añoro. Dibujo sin ganas. Me angustio pensando en cuando llegue el camión del embargo. Presento entrevistas laborales sin éxito. Veo cómo el teléfono deja de timbrar un día. Reprimo las ganas de crepe de nutella. Me hago a la idea de conformarme con migajas. Lagrimeo. No salgo de noche. No me emborracho. No hago vida social. No voy a esos restaurantes de antes. No le enseño nada a nadie. No soy cool. No he oído a las nuevas bandas de siempre en los mismos bares de ahora. No tengo nada por qué esforzarme. No me comprometo con la causa de nadie. No leo el periódico. No leo nada. No me baño en días. No puedo convencerme de que sigo existiendo. No soy útil.

Mastico desgaste.

Nietzsche decía «Diente inútil sobre el tiempo inútil.» Mi vida.

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lunes, junio 25, 2007

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Beatriz

Querida maestra Beatriz:

Desde hace ya tres años, cuando hablamos por primera y única vez junto al cuerpo decapitado de José Ignacio de Márquez en el patio del Museo Nacional, ¿lo recuerda? Sí, ese día en que usted sin mayores miramientos me llamó “pervertido”, desde ese día, querida maestra, no he dejado de pensar en usted. Sé que esto puede resultar extraño, y sé que está mal hablarle en estos términos porque usted, antes que nada, es una Institución. Pero, maestra, en primera instancia usted es una mujer, y no cualquiera. Su imagen no me abandona y ardo en deseos de usted.

No hay modo de que usted lo sepa, pero en la pared de mi sala tengo la impresión número 22 del Túmulo funerario para soldados bachilleres, y al verlo, más que pensar en el valor histórico, plástico o económico de la obra, aunque créame que lo he hecho, pienso en la pasión contenida de su rostro al llamarme “pervertido.”

Maestra, Beatriz… no, Adorada Betty, quiero que sepas que no puedo evitar masturbarme una y mil veces al pensar en nuestra conversación de ese día, y en el hecho inequívoco de que soy un pervertido. Pero lo soy por sus palabras, por tus palabras, digo, pues ellas me han hecho conciente de esta pasión embarazosa y malsana que me consume por dentro.

Betty, ignoras el ímpetu con que acuden a mí una y muchas poluciones, que casi siempre terminan estrellándose con el frío cristal que protege tu obra.

Créeme que no es mi intención ofenderte, y que a mi modo, indigno y torpe, esta confesión constituye un homenaje.

Te escribo lleno de frustración y deseo, sabiendo que es, de entrada, muy poco probable (y es mejor que así sea), el que te llegues a enterar de que esta carta existe y, con ella, mi pasión sucia y desfasada.

Sigo llorando esas gotas espesas de admiración y deseos de ti.

Tu silencioso admirador, V.

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lenci

el paño lenci llora en la cocina
por toda la loza que quedó cochina
los dias pasan los años también
las manchas se oxidan sobre la sartén

de noche lloro junto a las cebollas
muertas a cuchillo y metidas en la olla
de dia moqueo el paño absorbente
todo es igual y nada es diferente

esa es quizas la historia de mi vida
tibia la bebida y simple la comida
eso es quizas por lo que yo lloro
para tanta mugre se ha inventado el cloro

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Antonio

Hizo desde los setenta una brillante carrera en el deslucido campo del arte social. Sus obras siempre fueron vistas como dardos en contra del establecimiento y por ello fue reconocido como uno de los grandes artistas del país. Siempre se le vio como un lúcido marginal, ese que por su fama podía darse el lujo de malvestir sin sentir vergüenza. Cada novedad en su colección de andrajos se traducía en mayor prestigio: el costal al hombro, la viejísima botella plástica llena de un líquido turbio, el cuello desjetado de esas camisetas demasiado grandes para su mermada anatomía.

Pero en las noches, Antonio soñaba. Y sus sueños estaban llenos de lujo. Mujeres semidesnudas bailaban a su alrededor. Su mente creaba atmósferas de sensualidad y peligro: carros caros, pistolas, discotecas, lino y terciopelo. Coca y Dom Perignon.

Un día Antonio se hizo sacar los dientes. Y el país entendió su gesto como una renuncia, una más entre las innumerables críticas que el artista planteaba al mundo baladí de las apariencias. Antonio asintió cada vez que esto fue dicho por un noticiero, un trabajador de la industria cultural o un estudiante deslumbrado.

Sin embargo, cuando estaba a solas y en el silencio de su casa, Antonio sacaba la cajita de terciopelo negro para, lentamente, extasiarse en el brillo que emergía del interior al retirar la tapa. Nada podía compararse al placer que sentía al encajarse en las encías desnudas esa dentadura de oro y diamantes que le daba permiso y sin chistar, para ser, transitoriamente, el émulo no de Hans Haacke sino de Snoop Dog.

Por eso sólo el espejo le llegó a conocer una sonrisa que no estuviera llena de amargura.

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