lunes, junio 25, 2007

Beatriz

Querida maestra Beatriz:

Desde hace ya tres años, cuando hablamos por primera y única vez junto al cuerpo decapitado de José Ignacio de Márquez en el patio del Museo Nacional, ¿lo recuerda? Sí, ese día en que usted sin mayores miramientos me llamó “pervertido”, desde ese día, querida maestra, no he dejado de pensar en usted. Sé que esto puede resultar extraño, y sé que está mal hablarle en estos términos porque usted, antes que nada, es una Institución. Pero, maestra, en primera instancia usted es una mujer, y no cualquiera. Su imagen no me abandona y ardo en deseos de usted.

No hay modo de que usted lo sepa, pero en la pared de mi sala tengo la impresión número 22 del Túmulo funerario para soldados bachilleres, y al verlo, más que pensar en el valor histórico, plástico o económico de la obra, aunque créame que lo he hecho, pienso en la pasión contenida de su rostro al llamarme “pervertido.”

Maestra, Beatriz… no, Adorada Betty, quiero que sepas que no puedo evitar masturbarme una y mil veces al pensar en nuestra conversación de ese día, y en el hecho inequívoco de que soy un pervertido. Pero lo soy por sus palabras, por tus palabras, digo, pues ellas me han hecho conciente de esta pasión embarazosa y malsana que me consume por dentro.

Betty, ignoras el ímpetu con que acuden a mí una y muchas poluciones, que casi siempre terminan estrellándose con el frío cristal que protege tu obra.

Créeme que no es mi intención ofenderte, y que a mi modo, indigno y torpe, esta confesión constituye un homenaje.

Te escribo lleno de frustración y deseo, sabiendo que es, de entrada, muy poco probable (y es mejor que así sea), el que te llegues a enterar de que esta carta existe y, con ella, mi pasión sucia y desfasada.

Sigo llorando esas gotas espesas de admiración y deseos de ti.

Tu silencioso admirador, V.

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