lunes, junio 25, 2007

Antonio

Hizo desde los setenta una brillante carrera en el deslucido campo del arte social. Sus obras siempre fueron vistas como dardos en contra del establecimiento y por ello fue reconocido como uno de los grandes artistas del país. Siempre se le vio como un lúcido marginal, ese que por su fama podía darse el lujo de malvestir sin sentir vergüenza. Cada novedad en su colección de andrajos se traducía en mayor prestigio: el costal al hombro, la viejísima botella plástica llena de un líquido turbio, el cuello desjetado de esas camisetas demasiado grandes para su mermada anatomía.

Pero en las noches, Antonio soñaba. Y sus sueños estaban llenos de lujo. Mujeres semidesnudas bailaban a su alrededor. Su mente creaba atmósferas de sensualidad y peligro: carros caros, pistolas, discotecas, lino y terciopelo. Coca y Dom Perignon.

Un día Antonio se hizo sacar los dientes. Y el país entendió su gesto como una renuncia, una más entre las innumerables críticas que el artista planteaba al mundo baladí de las apariencias. Antonio asintió cada vez que esto fue dicho por un noticiero, un trabajador de la industria cultural o un estudiante deslumbrado.

Sin embargo, cuando estaba a solas y en el silencio de su casa, Antonio sacaba la cajita de terciopelo negro para, lentamente, extasiarse en el brillo que emergía del interior al retirar la tapa. Nada podía compararse al placer que sentía al encajarse en las encías desnudas esa dentadura de oro y diamantes que le daba permiso y sin chistar, para ser, transitoriamente, el émulo no de Hans Haacke sino de Snoop Dog.

Por eso sólo el espejo le llegó a conocer una sonrisa que no estuviera llena de amargura.

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